Módulo II: Visiones de la Familia en el Antiguo y Nuevo Testamento

Charla con el Dr. Edesio Sánchez Cetina con relación a la Familia en el Antiguo Testamento a manera de presentación del Módulo II del Diplomado Universitario en Consejería a Personas Divorciadas. 2do Inicio: 19 de Agosto. Info: administracion@biblicavirtual.com




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Módulo I: Familia, matrimonio y divorcio en perspectivas de género

Conversación con la prof. Carolina García sobre el Módulo I: "Familia, matrimonio y divorcio en perspectivas de género", que forma parte del programa de Diplomado Universitario en Consejería a Personas Divorciadas.


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Una lectura exegética a los milagros de Jesús por las personas con discapacidad...

 
 
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¿Qué quieres que haga por tí? (Mr 10:46-52)

Dr. Néstor Míguez

Al principio me pareció la pregunta más absurda, pero luego me di cuenta que fue la pregunta que cambió mi vida.

Me llaman Bartimeo, el hijo de Timeo. Pero Timeo y mi madre me engendraron ciego. Nunca había visto la luz, no sabía lo que era un color, nunca conocí un rostro, no sabía lo que era una sonrisa. Mi mundo era un mundo pobre, no solo porque no tenía la vista, pero tampoco otras riquezas estaban a mi alcance. Una familia que pronto se deshizo de mí porque mi propia ceguera los acusaba. Una ciudad que me expulsaba porque mi presencia era la marca de la debilidad. Así era mi vida, al costado del camino, en la antigua Jericó de Rahab, la de los muros tumbados, la reconstruida a precio de sangre, bendita y maldita Jericó. Maldita, para mí, desde mi cuna, aunque ni cuna me dieron.

Pobreza es la falta de afecto, la falta de cuidado, la falta de misericordia, y de esa pobreza me quejo más que de la falta de vista. Me hicieron pobre y mendigo, me redujeron a ser una piedra al costado del camino, lo que sobra, lo que no es. El testigo ciego de la ambición y el prejuicio, el obligado parásito de la caridad ajena, el molesto pedigüeño en el cual descargar enojos y burlas. De vez en cuando, la limosna denigrante con la cual alguno que otro que se creía generoso cumplidor de la ley me daba a comer pan de lágrimas, lágrimas de los ojos negados.

Pensar que el ciego era yo, pero eran ellos los que no me veían, no veían al ser humano que yo soy, no sabían de mis sueños sin imágenes, de mis deseos sin respuesta, de los sufrimientos del desamor. Y yo, aunque ciego, veía; veía la soberbia de los mediocres, el legalismo que expulsa, la dolorosa enfermedad de los que se creen sanos porque ven, pero no ven su propio pecado, que es la peor enfermedad. Ciego y pobre, pero no tan ciego y pobre como algunos ricos videntes. La vida me tiró al lugar de la pobreza, pero lo que me faltó en bienes me sobraba en experiencias, no siempre las mejores.

Ciego no significa sordo. Y escuchaba a los transeúntes de las mil caravanas, que pasaban de largo. Enriquecía mi pobre mundo con los sonidos y las voces, con los cuentos a medias que me llegaban, con los comentarios al pasar. Y entre esas historias comenzó a resonar una y otra vez un nombre, un tal Jesús.

Galileos en camino al templo lo nombraban una y otra vez. Aparecía en muchas historias: que a su voz se produjo la más maravillosa pesca en el lago, que alimentó a una multitud con solo unos pocos panes, que curó a un hombre de mano tullida, a una mujer encorvada, a otra con flujo de sangre. Diez leprosos habían sido limpiados por su palabra. Otros decían que un paralítico había caminado en Jerusalén, cerca del estanque de Siloé, que los demonios huían ante su voz y presencia. Incluso que una niña había sido resucitada. Y, sí, también, que había vuelto la vista a los ciegos. Yo escuchaba esas historias, y ¡cómo quería creerlas!

Había también otras voces: las de los fariseos que lo acusaban de quebrantar la ley, de no guardar las formas ni el sábado, de rodearse de pobres y rústicos, de publicanos y prostitutas, es decir, de andar entre gente como yo, herida de impureza. Se ensañaban con su manera de enseñar, con el mensaje ambiguo de sus parábolas, se sentían ofendidos por su manera de contestarles, por anunciar un Reino de pobres y niños, de los que ellos serían excluidos.

Ocasionalmente, cuando alguno con un poco más de simpatía se detenía cerca mío, aprovechaba para preguntar. Y así me enteré que se creía que era descendiente del rey David, que había sido bautizado por Juan, y que en ese momento se había manifestado la voz de Dios. Los rumores anunciaban que era un profeta de los antiguos, al estilo de Jeremías o el mismísimo Elías vuelto a la tierra. Una vez pasó un seguidor de Juan, el profeta bautizador que había sido asesinado por Herodes. Ese sí me trató bien; incluso me regaló la capa que tenía, porque decía que eso era lo que Juan enseñaba. Y que Jesús era el que Juan había anunciado. Me dijo que Juan, cuando estaba en la cárcel, le había enviado a él y a otro de sus seguidores a encontrarse con Jesús para preguntarle si él era el Mesías, o tenían que esperar a otro. Y que Jesús no les había respondido directamente, sino, y el hombre lo recordaba bien, que: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio”. Aquellas cosas que yo mismo oía en los comentarios de los viajeros, y que eran mi propio anhelo, el más profundo de mis reclamos, el más soñado de mis sueños. “¡Ah, si eso fuera cierto!”, me decía. Y si fuera cierto, llegue a la conclusión, sería el Mesías. Y si es el mesías, tarde o temprano vendrá a Jerusalén y tendrá que pasar por Jericó, y yo tendré oportunidad de pedirle que, como a otros, me dé la vista.

Y efectivamente el día llegó. Escuché los rumores, preparé mi alma. Era la oportunidad de mi vida, y no la iba a perder. Así que cuando supe que estaba cerca, comencé a llamarlo, a llamarlo desde lo que quería creer: “Jesús, hijo de David”. No faltó el que me quiso hacer callar. Pero ¡cómo me iba a callar! Tenía que hacer sonar mi voz más que otras voces. Si algo cierto había en Jesús, en lo que había escuchado de él, me tenía que oír, tenía que oír al ciego, al pobre, al dolido. Ese era el Jesús que mi ciega imaginación imaginaba.

Y me oyó, y me hizo acercar. Salté como un resorte. Allá voló la capa que me había regalado el discípulo de Juan. Guiado por las voces corrí a su encuentro, en el último acto de mi ceguera. Y entonces esa pregunta insólita: “¿qué quieres que haga por ti?” Por un momento dudé; acaso, si es el mesías, no debería saber mi necesidad; acaso no es evidente que soy ciego, y que lo que más anhelo es ver. ¿Por qué me tiene que preguntar lo que es obvio? Pero no dudé en la respuesta: “Maestro, que vea”, le dije, remarcando lo obvio. Ustedes ya saben el resultado, porque ahora veo.

Pero volví una y otra vez a la insólita pregunta. Y me di cuenta que en ella estaba encerrado todo el secreto de la libertad humana. Jesús no pensó por mí, me hizo expresar mi propio deseo, decir mi propio anhelo. Me hizo hacer lo que siempre quise hacer. Cuando los otros me habían mandado a callar, él me hizo hablar. Cuando los otros me tenían al costado, él me puso en el centro, haciéndome decir mi propio sentir. Cuando los otros me despreciaron, el me mostró aprecio, y me quiso escuchar. Cuando para otros era simplemente una cosa más al costado del camino, para él fui el ser humano que puede decir lo que quiere desde su propia dignidad. No pensó por mí, no habló por mí, no decidió por mí: me dio lugar para mi propio deseo, mi propia voz, mi propia decisión; el ciego del costado del camino piensa, habla, decide lo que quiere frente al Hijo de David. Yo fui la autoridad, él se puso a mi servicio: “¿qué quieres que haga por ti?

Y cumplió con mi pedido, pero no lo hizo sin mí, lo hizo con mi fe. Me salvó. Me salvó de la indignidad, del oprobio y la burla, de la pobreza que descalifica, del desamor que excluye. Esa tonta pregunta fue la más profunda de todas, la que verdaderamente mostró porqué es el Mesías. Porque antes de darme la vista, me había devuelto la palabra, me había devuelto la dignidad, me había hecho humano de nuevo.


Néstor Míguez es argentino, pastor de la Iglesia Evangélica Metodista Argentina, Doctor en Teología del Instituto Universitario ISEDET y profesor títular en el área de Biblia (Nuevo Testamento) y Director de Investigaciones en esta misma casa de estudio. Se desempeña desde hace muchos años como docente-facilitador de la lectura popular de la Biblia.



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ESTUDIO BÍBLICO: "El líder". Humildad y soberanía de Dios

por Edesio Sánchez Cetina

Contigo estoy


El valor del individuo se demuestra por sus logros y éxitos en nuestra sociedad y cultura.  Cuando se presenta a un conferenciante, cuando se presenta el autor de un libro, cuando se hace un homenaje a una persona, por lo general resaltan todos sus logros profesionales y materiales, y mientras más larga sea la lista, más es el respeto, la admiración y el valor que se le da.
 
Cuando (mayo, 2005) murió mi padre, tuve el privilegio de dar la reflexión bíblica en su funeral.  Antes escuché más de una vez, en boca de los varios familiares, amigos y feligreses, la lista de logros de ese que en vida fue Don Edesio Sánchez Sánchez.  Al preparar mi reflexión me puse a pensar en cuál sería la voluntad de mi padre al recordar su vida y ministerio, sus logros, éxitos y su relación con Dios, su Padre.  De inmediato mi memoria me llevó a las varias listas de reyes que aparecen sobre todo en los dos libros de Reyes.  De acuerdo con el Deuteronomista, la evaluación de los logros o fracasos no se refiere a cuántos edificios construyó, cuántos enemigos venció y cuántos territorios conquistó, sino cuál fue su relación con Dios y la obediencia a su voluntad.
 
A diferencia del sistema de valores de nuestra sociedad—materialista, individualista y hedonista—el sistema de valores de Dios califica los «logros» a la inversa.  Lo que cuenta no son los logros materiales, políticos o profesionales, sino la intensidad de la dependencia en Dios y en su gracia.  Moisés, con dificultad extrema, aprendió esta lección.  La respuesta de Dios a su oración en Deuteronomio 3.23-29 y lo que Moisés dice en su oración del Salmo 90 no le dejó a Moisés otra alternativa de saber que ante Dios no había credenciales, ni privilegios, ni títulos, ni logros, ni ofrendas o dádivas, sino la dependencia total en él.
 
En su llamado, en Éxodo 3.1-15, Moisés recibió la pauta y derrotero de su ministerio.  Era Yavé, no él, quien daba la visión, hacía el llamado por ser el dueño y sujeto de la misión, e investía con su magnificente YO SOY.
 
A Moisés, como a prácticamente todo ser humano, le costó entender los tres fundamentos sobre los que descansaba su obra y misión: visión de Dios, misión de Dios, «YO» de Dios.  Al líder, más que a otros, le cuesta dejar a un lado o librarse del aura de poder, autoridad e indispensabilidad que lo rodea.  He allí porque cuando Dios diseñó el concepto de liderazgo y misión en la Biblia implementó el principio de dependencia total, de contar más que nada con la gracia divina: ¡Bástate mi gracia! Le dijo Dios al apóstol Pablo.
 
De hecho, el mismo nombre revelado en el momento de la vocación de Moisés, y que coincide con la liberación y formación de la nación de Israel, al parecer no tiene otro significado más que «YO-ESTOY».  Yavé o YHVH no es una forma hifil del verbo hebreo, por más que William Albright lo haya sugerido.  ¡No se ha encontrado ninguna inscripción o texto que compruebe la existencia o uso del verbo HYH en hifil.[i]  Las principales teologías del Antiguo Testamento que tengo a la mano, que se apoyan en las monografías de Vriezen[ii] y Preuss,[iii] apoyan la idea de que el nombre debe entenderse en el sentido de «presencia» o «de estar con alguien». Estas monografías, a su vez, citan, además de Éxodo 3.12 y 14, Oseas 1.9 que en forma negativa expresa la idea de presencia o de estar con: «Yo no estoy para ustedes» (véase también Dt 1.42).
 
En Éxodo 7.1, una traducción literal del TM dice: «Yo te doy/pongo[hago] dios para Faraón».  Es decir, frente al poder político, religioso y militar de Egipto, Moisés era, ni más ni menos, el mismo Dios.  ¡Qué manera de presentarse Dios en la vida de su emisario!  ¡Nada lograría Moisés, si la presencia de Yavé no era real en su vida!  Eso que suena así como algo maravilloso traía un tremendo compromiso y muchas penurias.  Cuando le dices sí a Dios, prepárate para todo, de principio a fin tu vida depende de él.  Ante la promesa de Dios en Éxodo 3.12, Yo estaré contigo, y 33.14, Mi presencia irá contigo, y te daré descanso, Moisés respondió: Si tu presencia no ha de ir conmigo, no nos saques de aquí. ¿Y en qué se conocerá aquí que he hallado gracia en tus ojos, yo y tu pueblo, sino en que tú andes con nosotros, y que yo y tu pueblo seamos apartados de todos los pueblos que están sobre la faz de la tierra? (Ex 33.15-16).  Pero a Moisés le faltaba algo, no solo confiar en que en efecto Yavé estaría siempre con él y con el pueblo, sino que él y el pueblo estarían siempre con Yavé.  Es decir, que la voluntad de Moisés coincidiera con la de Dios.  ¡Esa era la lección más difícil de aprender!
 
Las oraciones de Deuteronomio 3.23-28 y del Salmo 90—que se estudian en el segundo ensayo de esta serie—son bastante claras para entender que el hecho de que Yavé esté con un individuo o una comunidad, no significa que con ello se tuviera licencia para demandar privilegios o exigir la adecuación divina con la voluntad humana. A Moisés nada le sirvió como argumento para demandarle a Dios que lo dejara entrar en la Tierra prometida.  Por ello, en la segunda parte de la oración del Salmo 90, llegó a la sabia conclusión de que solo dependiendo totalmente en Dios y su jesed o «gracia» podemos salir avante.
 
¡Cómo le costó a Moisés entender aquello que ya Dios le había prometido desde un principio: «Yo estaré contigo, no te dejaré ni te abandonaré».  Y esa fue precisamente la misma promesa dada al sucesor de Moisés (Jos 1.5-9).
 
La presencia de Dios, concretamente a través de su Palabra, es el secreto del éxito (Véase Sal 1.2-3; 119.9, 165).  La dependencia en Dios en la forma de obediencia a la voluntad divina fue la clave del éxito de Josué y del pueblo con él (Jos 21.43-45). A Moisés y a Josué se les une toda una lista de líderes en el Antiguo Testamento a quienes se les evalúa no por resonadas victorias, o por sus magníficas construcciones, o por sus dotes de grandes políticos, gobernantes o estadistas, sino por el simple y llano hecho de que Dios-estuvo con ellos.  Sí, David fue un gran militar, un gran político, un gran poeta y un gran músico.  Pero en el momento más importante de su vida, en el momento en el que Dios decidió hacer «alianza eterna» con David y su dinastía, lo que contó no fueron ninguno de esos logros, sino porque Dios había estado con él (2 S 7.9).  Si los logros materiales y políticos hubiesen sido los motivos por los cuales se calificaran los éxitos de los líderes bíblicos, Salomón, Jeroboam II y Acab habrían sido los campeones y no David.  Pero de ningún rey de Israel y Judá se afirma lo que se dice de David: 1 S 18.12-14, 28; 17.37; 20.13; 2 S 5.10; 2 S 7.3; 14.17; 22.30; 1 Cr 11.9.  Estos textos, como estribillo, repiten las palabras que coronaron la vida y obra de David: «yo, tu Dios, estoy contigo».  Bien sabía David que ese era el secreto de una vida exitosa delante de Dios, y por ello, no olvidó dejárselas a su hijo Salomón como su mejor patrimonio.
 
Más de una vez, los profetas y, a través de ellos, el pueblo escucharon de la boca de Dios la misma promesa: Is 41.10, No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia. Is 43.2-5, Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti. Porque yo Jehová, Dios tuyo, el Santo de Israel, soy tu Salvador; a Egipto he dado por tu rescate, a Etiopía y a Seba por ti. Porque a mis ojos fuiste de gran estima, fuiste honorable, y yo te amé; daré, pues, hombres por ti, y naciones por tu vida. No temas, porque yo estoy contigo; del oriente traeré tu generación, y del occidente te recogeré.  Jer 1.8, 19, No les tengas miedo, que contigo estoy yo para salvarte. . . Te harán la guerra, mas no podrán contigo, pues contigo estoy yo - oráculo de Yahvé - para salvarte.  Jer 15.20, Pelearán contigo, pero no te podrán, pues contigo estoy yo para librarte y salvarte.  Jer 30.11, Contigo estoy para salvarte.  Jer 46.28, Tú, siervo mío Jacob, no temas, dice Jehová, porque yo estoy contigo.  Ez 34.30, Y sabrá que yo Jehová estoy con ellos. Hag 1.13; 2.4, Yo estoy con vosotros, dice Jehová.
 
Cuando pasamos al Nuevo Testamento, Pablo, el gran perseguidor de Jesucristo y de su Iglesia, cuando fue doblegado por el Señor, no pudo hacer otra cosa que entregarse totalmente a él.  Por ello, en la misma línea que Moisés, Josué, David y los profetas, solo encontró apropiado también auto designarse: «Pablo, siervo de Jesucristo».  Para un hombre como él, con tantos logros a nivel humano, el reconocimiento de la dependencia total en Dios era algo sumamente difícil.  Pero, como Moisés, Pablo aprendió bien la lección (2 Co 12.9-10; 1Co 15.10; Gl 2.20).
 
Todo, todo lo que Pablo había considerado como logros y éxitos desde la perspectiva humana, al encontrarse con Cristo y haber sido transformado por él, eran ahora considerados como nada, como «basura» (Flp 3.8-14).
 
Pero es en Jesús que ese «estar de Dios con su siervo» llega a su máxima expresión. Y no hay, quizá, mejor lugar para afirmar esa unión del Jesús con el Padre que en su famosa oración sacerdotal de Juan 17.20-26.
 
 
Pero ustedes me abandonaron
 
La promesa y oferta de la presencia divina en la vida de los líderes de Israel y del pueblo mismo más de una vez se rechazó o ignoró.  Y así, el testimonio bíblico nos asegura que el «yo estoy/estaré contigo» de Dios solo puede ser anulado por el ser humano.  Por aquel a quien Dios le ha dado la certeza de su presencia. No encuentro otro lugar donde se escuchen las palabras tristes y amargas de Dios como se escuchan en Jeremías 2.4-13. Tan profundo fue el abandono y la infidelidad del pueblo de la alianza, que Dios tuvo que decidir «des-revelarse» de la presencia del pueblo, «des-exodisarse» de él: Y dijo Yahvé: Ponle el nombre de «No-mi-pueblo», porque vosotros no sois mi pueblo ni yo soy para vosotros El-Que-Soy (Os 1.9, NBJ).  Esta versión que traduce el hebreo de manera literal es la que mejor eco hace de Éxodo 3.14: Yo soy E- que-soy.  Si en el éxodo Yavé se presentó como eso, como «el-que-era-todo-para-el-pueblo», en el exilio hacía todo lo contrario.
 
Como el pueblo de Israel en el exilio, Moisés, aquel que fue el primero en escuchar el «Yo-soy-porque-estoy-contigo», también experimentó, por sus pecados, egoísmos, desobediencia y falta de visión, el abandono divino, el «no-soy-más-para-ti» (Sal 90.3, TLA: Tú marcas el fin de nuestra existencia cuando nos ordenas volver al polvo; cf. Gn 3.19).  Y ¡con qué palabras más gráficas y con profundo sentido de urgencia clamó de nuevo por la presencia de Dios!: Dios nuestro, ¿hasta cuándo vas a abandonarnos? ¡Vuelve a ser nuestro Dios! ¡Compadécete de nosotros pues somos tu pueblo! (Sal 90.13, TLA).  Bien sabía Moisés, como lo supo Josué, David y tantos otros, que sin Dios nada se puede hacer: «Si Dios está contra nosotros, todos podrán contra nosotros», para parafrasear en negativo ese famoso texto de Romanos 8.31.
 
David también tuvo su traspié (2 S 11), y Dios claramente lo definió como «despreció», «abandono» (2 S 12.10).  Pero la gracia de Dios que es amplia y profunda perdonó a David y, aunque este sufrió, lo restituyó: el nombre que se le pondría al niño que finalmente se llamaría «Salomón» fue el de «Jededías» («amado de Yavé», [2 S 12.25).  Jededías, etimológicamente hablando, está más cercano al nombre de David que de Salomón.  De acuerdo con algunos biblistas, es muy probable que este nombre responda más al «amor» que Dios le tenía a David que la preocupación futura por Salomón.  En efecto, la historia futura del pueblo de Dios se definiría más por la relación de Dios con David que con ninguno de sus descendientes.
 
 
Yo estaré contigo. . . si tú permaneces conmigo
 
En la experiencia del liderazgo, de acuerdo con el testimonio bíblico, Dios es quien toma la iniciativa, y él es quien promete su presencia constante.  Sin embargo, en la experiencia de Moisés, de Josué, de David y de otros tantos, hay una responsabilidad exigida a la parte humana.  En el caso de Josué se expresa de manera muy clara (Jos 1.5-9). Fidelidad a Dios y obediencia a su Palabra son los componentes de la respuesta humana a la promesa divina de su «constante presencia»: no solo de pan vive el ser humano, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Dt 8.3).  Y es precisamente aquí donde se encuentra el principal obstáculo para hacer efectiva la promesa divina.  La duda, la infidelidad, la desobediencia, constantemente pueblan la mente de los «siervos» de Dios; y eso es lo que los hace «tropezar» y muchas veces «caer».
 
¡Cuántas veces, tan pronto Dios convoca, promete estar con el líder y lo envía, la respuesta no es de aceptación inmediata, sino de temor y duda!  Dios envía a Moisés a liberar al pueblo de la esclavitud egipcia, y la respuesta es: «tengo miedo», «¿quién soy yo?», «no puedo hablar, soy corto de palabra».  Dios llama a Jeremías, le define su misión y le asegura su compañía, pero la respuesta de Jeremías es: «no sé hablar, soy muy joven» (Jer 1.4-19).  Y cuando la misión se vuelve difícil y dura, cuando la misión incomoda y coloca en peligro de muerte, ¡hasta el más valiente y convencido flaquea!  Jeremías 20.7-18 (DHH) registra las duras palabras que el profeta le lanza a Dios.
 
No es nada fácil cumplir la parte que le corresponde al ser humano, aquel llamado por Dios «mi siervo».  Ese es y será siendo el problema más grave en el ministerio bíblico y cristiano.  Dios no es el que falla, aunque a veces eso nos parezca.  Los que fallamos somos nosotros, pues a menudo nos cuesta entender la dimensión de la tarea a la que hemos sido llamados; ni tampoco hemos interiorizado ni convencidos del todo de lo que significa la promesa de Dios de estar siempre con nosotros y de no abandonarnos.  ¿No fue el mismo Jesús, Hijo de Dios, quien también flaqueó en algún momento?: Jesús se alejó un poco de ellos, se arrodilló y oró a Dios: «¡Padre!, ¡papá!, si fuera posible, no me dejes sufrir. Para ti todo es posible. ¡Cómo deseo que me libres de este sufrimiento! Pero que no suceda lo que yo quiero, sino lo que quieras tú.» (Mc 14.35-36, TLA).  Sin embargo, Jesús no cejó, volvió a colocar la mirada en la misión que su Padre le dio y siguió adelante.  Una y otra vez, les aseguró a sus seguidores de la certeza de su sufrimiento y muerte, y caminó hasta la cruz y su propia muerte para otorgarnos salvación y vida eterna.
 
En efecto, el ministerio cristiano, tal como lo vemos con el mismo Jesús, es una hermosa «simbiosis» entre Dios y el ser humano.  ¡Dios no quiere hacer solo el trabajo!, pero tampoco ¡quiere que lo hagamos a un lado!  De hecho, como muestran Éxodo 3.8 y 3.10, la tarea que Dios decide hacer—y he descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel—es la misma tarea que le pide hacer a Moisés—Ven, por tanto, ahora, y te enviaré a Faraón, para que saques de Egipto a mi pueblo, los hijos de Israel.  Cuando el gran apóstol Pablo quiso olvidar este importante detalle, él mismo se detuvo y tuvo que admitir que sus logros no le pertenecían, sino a Dios: he trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo (1 Co 5.10).
 
 
Conclusión
 
Aquí en la tierra, en nuestra sociedad occidental, acumular títulos, logros económicos y materiales, tener un currículo extenso son elementos esenciales para triunfar, para ser persona de éxito y ocupar un lugar en la sociedad y dejar un buen nombre para la posteridad.  En el sistema de valores de Dios las cosas suceden al revés.
 
Moisés, Josué, David y los profetas comprendieron que el secreto estaba en tener la certeza de la presencia total de Dios.  Pero ellos tendrían que hacer de su parte, no pedir para sí ni títulos ni éxitos ni premios personales, sino aquel título que los acompañaría en todo su ministerio: «servidor de Dios».  Pablo también aprendió esa lección, y afirmó su pertenencia a Dios y con orgullo se llamó a así mismo: «Siervo de Jesucristo».  ¡Hasta nuestro propio Señor Jesucristo reconoció que sus logros le pertenecían al Padre!  Y más que adjudicarse el título de «Siervo de Dios» lo vivió de tal manera que aquello de lo que había una vez hablado Isaías (53), ahora le venía como el título más adecuado para definir su misión: «Siervo Sufriente».  Por ello, cuando en la escena celestial del reconocimiento del poder de Dios como soberano del universo se presenta a Jesucristo, no se le hace como poderoso conquistar, sino como un Cordero que estaba de pie, pero se veía que había sido sacrificado, y todos cantaban este canto nuevo:

Tú eres digno de tomar el rollo y de romper sus sellos,
porque fuiste sacrificado;
y derramando tu sangre redimiste para Dios
gentes de toda raza, lengua, pueblo y nación.
De ellos hiciste un reino,
hiciste sacerdotes para nuestro Dios,
y reinarán sobre la tierra (Ap 4.6-10, DHH).






Notas:
[i] Edmond Jacob, Teología del AT, Ediciones Marova, 1969: 54.
[ii] Th. C. Vrieze, Ehje aser ehje, Festschrift für Bertholet (1950): 480s; Vriezen, An Outline of Old Testament Theology, Basil Blackwell, Oxford, 1958: 195.  Véase también, Walter Zimmerli, Manual de Teología del AT, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1980: 18.
[iii] Horst Dietrich Preuss, “Jahwe”, Evangelisches Kirchenlexikon-II: 789-791.


Edesio Sánchez es mexicano, pastor de la Iglesia Presbiteriana y Doctor en Teología (PhD) con especialidad en el campo de Biblia por el Union Theological Seminary. Por largos años se ha desempeñado como traductor de las Sociedades Bíblica Unidas, ha participado en la traducción de las más conocidas versiones de la Biblia; y es autor de varios libros en la especialidad de Biblia.


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